miércoles, 10 de febrero de 2010

El día que nevó en Cáceres

Corría el diez de enero del año dos mil diez, domingo. La mañana transcurría como otra cualquiera, entre acb360 y jornada virtual, de aquí para allá colocando un poco mi habitación. De repente, el rutinario devenir del día se veía truncado. Dos mensaje, dos, llegaban simultáneamente a mi móvil, éstos eran sucedidos por una llamada perdida. Por un momento perdí el aliento, aquello no podía significar otra cosa, ¿Estaría de verdad ante ese momento tan esperado o me estaría jugando una mala pasada la casualidad?
Los nervios empezaban a traicionarme y aquel súbito momento de emoción había bloqueado mi capacidad de pensar, cual síndrome disejecutivo no era capaz de hilar mis acciones; no sabía qué hacer. Cogía el móvil pero no era capaz de leer, miraba por la ventana pero no era capaz de ver, mi cerebro no era capaz de decidir como priorizaba aquel momento. Tras unos segundos de reflexión y un profundo suspiro conseguí procesar la situación, primero leí los mensajes. No había lugar a dudas, ambos eran claros y concisos, estaba nevando. Ya con la información necesaria volví a mirar por mi ventana, donde agudizando mucho la vista quizás podía intuir como algún copichuelo (Aguanieve) revoloteaba por el cielo antes de llegar al suelo, como queriendo vencer a la fuerza de la gravedad. Aquella minucia ya desdibujaba una atípica sonrisa en mí, sentía como mi yo presente se trasladaba hasta mi yo más infantil.
Al momento (todo transcurría en segundos) llegaba la primera llamada, las opiniones eran contrapuestas, mientras yo apreciaba una ligera aguanieve otros hablaban de nieve sin “peros”. Y así fue, porque mi ojos perdidos constantemente en mi ventaba pudieron comprobar como aquella lluvia cada vez iba cobrando más densidad. A esas alturas ya todo el mundo estaba sobre aviso, las escenas de asombro y las expresiones de admiración se repetían a lo largo de todos los lugares y medios.
Con una flojera de piernas increíble, era presa total de la euforia. Creía estar viviendo una situación insólita que no duraría mucho, así que había llegado el momento de salir en la calle. Este simple hecho no fue nada fácil, porque nuevamente había bloqueado mis funciones superiores, daba vueltas por la habitación sumergida en un mundo paralelo. Como pude me apresuré a desempaquetar mi recién llegada cámara para inmortalizar un día digno de ello, mi habitación mimetizándose conmigo misma empezaba a sufrir las consecuencias. LEER MÁS
PRIMERA SALIDA:
Pasadas las dos de la tarde acontecía un hecho mágico, al fin, tras años de espera, puede comprobar de forma empírica que se siente cuando la nieve cae sobre ti (venga sí, frío. Ya sé que sois muy listos). Estupefacta y con un nivel de conciencia real dudoso (no hay escala de Glasgow que lo pudiera medir) vagué por las calles colindantes a mí casa con las manos abiertas cara al cielo queriendo coger esa maravillosa sustancia blanquecina. No cogía en mí de la ilusión. En pequeños trozos de césped, en los coches, en las ramas de lo árboles… todos ellos comenzaban ligeramente a teñirse de blanco. Mi cámara no encontraba descanso, hasta ese momento eran estampas únicas que merecían un hueco en el recuerdo y, a sabiendas de lo frágil que es la memoria, lo mejor era una prueba perenne.
Eran cerca de las tres y ya estaba suficientemente mojada, no había parado de nevar aún, pero muy a pesar mío debía volver a casa. Al cobijo de la calefacción aproveché para hacer un cambio de calcetines y secar los guantes, bufanda y gorros. Me llamaban insistentemente a comer, pero era incapaz de despegarme de la ventana comprobando atónitamente como ¡seguía nevando! Y la graciosisima evolución que estaban teniendo los coches, tejados y carretera que podía ver.
La sorpresas no cesaban, cunado una cree que ya lo había visto todo la fuerza e intensidad con la que estaba nevando se multiplicó, en un suspiro la carretera dejó de ser negra y yo perdí cualquier atisbo de sentido común. Allí yo no pintaba nada, un bocado al pollo (que todavía me estará esperando) y a la calle.
SEGUNDA SALIDA:
OMG!!!
Lagrimones se me caían al comprobar en directo el estado de los aparcamientos de mi casa, una fina capa de nieve los revestía. A mí paso el suelo grababa las muescas de mis suelas, mirase donde mirase sólo había blanco y mi cuerpo se tapiaba por enormes copos de nieve en segundos. Todas las sensaciones ya vividas se multiplicaban por dos, era sencillamente impresionante. Anduve sin sentido de un lado a otro, me asomaba tímidamente por todos los rincones, parecía que no conociera el lugar, cualquier calle que descubría impregnada de esa navideña estampa era un torrente de emociones nuevo. Puse rumbo hacia Moctezuma comprobando cuan difícil se les hacía conducir a los temerarios que no podían prescindir de su vehículo en tan ocasional día. Igual de feliz que Heidi correteaba por la pradera (puede sustituirse Heidi por cualquier ser) yo intentaba andar por la nieve con más pena de gloria y a pesar del imaginable frío yo no sentía nada de nada.
Más de una hora paseamos, comprobando cuan diferente era todo, como tal mágica sensación había aunado a cientos de personas que se habían echado a las calles para poder disfrutar de algo inédito para la mayoría de ellos. No había diferencia de edad, niños y mayores jugaban con la nieve. Ni que decir tiene que yo no iba a ser menos porque… quién no ha soñado alguna vez con una guerra de bolas de nieve o mejor aún, quién no ha querido emular alguna vez a Homer Simpson haciendo angelitos sobre el suelo blanco.
Muy a mi pesar (nuevamente) llegó el momento de regresar pues no había parte de mi cuerpo ni ropa que estuviera seca, los pies y las manos iban perdiendo sensibilidad. Todos los factores hacían inevitable la vuelta a casa. En mi habitación se monto una especie de trinchera anti frio, había estufas, radiadores, calefactores, etc. cualquier aparato que emitiera calor de mi casa estaba cubierto por ropa mojada. Pero nada era comparable al estado de caos que reinaba en mi habitación. Hubo unos instantes de descanso que sirvieron para sosegar un poco mi agitado estado anímico, pero aquello fue una fugaz sensación. Minutos más tardes mientras yo intentaba poner un poco de orden unas voces me alertaban, la nevada lejos de disminuir había multiplicado su fuerza por tres.
Y que quieren que les diga, ya se me han acabado los adjetivos grandilocuentes para explicar mis emociones. Envuelta en el completo éxtasis tuvimos que volver a la calle.
TERCERA SALIDA
Ya habrán deducido que si antes mis emociones se multiplicaron por dos ahora ya se elevarían hasta la enésima potencia. Conmocionaba miraba a mi alrededor, ya podíamos contar centímetros de nieve sobre el nivel del suelo (lean bien, contar centímetros de nieves, que esto es Cáceres!), los copos eran enormes y como un artista urbano esculpían a su antojo todo cuanto nos rodeaba. Con este panorama fue como descubrí por primera vez en mi vida en ruido que hace un espesor considerable de nieve al ser pisado, y así fue también como hice mi primer muñeco de nieve (o intento), y de esta manera descubrí que ciertamente si haces rodar una bolita de nieve por el suelo nevado va aumentando de tamaño por adherencia, y efectivamente, así fue como descubrí en primera persona tantas cosas que anteriormente soñé.
Con todo este mundo recién descubierto disfruté hasta las seis y media que el cielo decidió que ya estaba bien, pero aquellas cinco horas de nieve ininterrumpida ya forman parte de los momentos históricos que a buen seguro tardaremos años en volver a ver (o no).
Sin embargo, no crean que mi goce acabó aquí pues con la calma que llegó tras la tormenta al fin pude asimilar (más o menos) lo que estaba viviendo, fue un día inolvidable. Desde las dos de la mañana que salí de casa no volví hasta las diez de la noche, donde mi habitación me esperaba en quiebra. Los más gracioso de todo (y mira que hubo cosas graciosas/llamativos) es lo surrealista que se me hizo levantarme el día siguiente por la mañana e ir a trabajar a las siete y media de la mañana con todas las calles y coches aún impregnados por la nieve, he de reconocer que ese día tarde casi una hora en llegar al trabajo paseando alegremente de aquí para allá. Así mismo, también es muy gracioso como las fotos que iba haciendo perdían validez conforme pasaba el tiempo y ahora las primeras de por la mañana son casi ridículas.
En fin, me repito y digo que fui más feliz que una perdiz. Gracias a todos los que os acordasteis de mí, aunque hubo poca gente que me conociera que no lo hiciera explícita o implícitamente. (Es lo que tiene ser pesada)

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